Esa noche oyó que una mujer reptaba por el pasillo, siseaba el aliento, gruñía, la fricción del cuerpo enfermo contra la alfombra, pero ella no la miraba, desde su posición, acostada en la cama, no podía verla, la escuchaba, y así adivinó el odio y la mueca desencajada, las articulaciones desviadas por la postura, que al moverse tronaban, la mujer que reptaba entró a la habitación, se acercó a la cama y se metió debajo del colchón y ella sabía que estaba ahí escondida y no se atrevía a poner los pies en el suelo, calzarse las pantuflas, porque saldría la mano gélida, seca, sus uñas tumefactas, tampoco se atrevía a mirar por el borde porque la mujer se asomaría con esa sonrisa desollada, peor que la imagen de su propia muerte, entonces lloró, rezó para que nunca saliera la mujer de su escondite y se incorporara, la oración que repetía ya no tenía sentido, un avemaría tergiversado por la falta de práctica, por los años desde la escuela de monjas, por el sueño que amenazaba vencerla y dejarla a merced de ella, porque mientras no durmiera, la mujer no se atrevería a nada más que a permanecer oculta, y no apagó la luz del buró y miraba el reloj junto a la lamparita, pero en nada ayudaba su inmovilidad, la calma de los minutos, tac tic tac, porque crujía la madera, rechinaba el colchón, el aliento siseaba, rascaba con las uñas el sueño, qué quieres de mí, dijo entonces y no respondió más que el silencio, se había ido, o dejó de respirar o de moverse, el armario cerrado, las cortinas quietas, las fotos suspendidas en las paredes, la de su graduación donde salía hermosa, la de papá en blanco y negro, las de mamá, la de su hermano, y le dieron ganas de romperlas, porque era por ellos, lo sabía, que fueron incapaces de contenerse, ciegos, volvió a decir, que quieres de mí, pero lo dijo esta vez como un silbido, y el foco de la lamparita se apagó, y la oscuridad se apoderó del mundo, sólo la luz de la ventana que atravesaba las cortinas, no tenía valor para cerciorarse de que hubiera un desperfecto, estaba quieta en la cama y la mujer debajo de ella se movió, lenta, los crujidos, el siseo, los crujidos, en la ventana creció su silueta contra el fondo de las cortinas, y se detuvo ante ella, una sombra horrible al pie de la cama que se quedaría con ella, qué quieres de mí.