IL_39_Secuestradores_Golpeavisa
Ilustración del artículo original, realizada por Golpeavisa

[Este texto fue publicado originalmente en junio de 2014 por una revista que ya desapareció, DiezCuatro. El enlace original ya no sirve, pero lo encontré gracias a Internet Archive en este link. Lo rescato aquí, junto con su ilustración original, antes de que el olvido digital los devore.]

Creemos que nos acercamos a otras vidas cuando en realidad nos las cuentan escritores que, por lo regular, no salen de las paredes desde donde teclean únicamente lo que le es familiar.

Para iniciar este ensayo propongo una de esas divisiones burdas de la humanidad que tanto divierten y enfadan. Veamos: Personas hay de dos tipos: A) las que narran lo que viven (o lo que quisieran vivir) y B) las que viven tal cual (y a veces, pero no es forzoso, narran alguna que otra anécdota dispersa para divertir a los parroquianos).

Las personas del grupo A necesitan relatar lo vivido para sentir que lo vivieron, o inventar lo que no vivieron para sentir que tienen vida. Concatenan los hechos de su biografía, intentan hilvanar algún sentido en toda esa sucesión de recuerdos. Buscan un hilo narrativo, digamos. En cambio, las del B tienen un proceder más bien acumulativo, de fichero en desorden, de cuarto de tiliches.

Piensa en la narrativa de tu propia vida. ¿Cómo la relatas?

¿Inmediatamente buscas los momentos cruciales, definitorios, de tu existencia, esos que permiten explicar lo que eres ahora? Eres del primer grupo.

¿Ante la pregunta sobre tu vida despliegas una serie de anécdotas más o menos inconexas que involucran insensateces, recuerdos absurdos y momentos de heroísmo o de humillación desvinculados? Eres de los segundos.

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Es sabido que cuando los vikingos emprendían alguna expedición bélica, llevaban siempre en sus filas a un poeta. Esa táctica resultaría por demás suicida en estos tiempos, dado el talante delicado y apático de nuestros modernos vates, pero estos eran vikingos de hace mil años y aunque componían versos, eran tan fieros guerreros como sus compañeros de armas. La costumbre era que no importaba diezmar a todo el ejército que lo acompañaba, al poeta se le perdonaba la vida. Se le cortaba un pie o una mano, o se le sacaba un ojo, o ambos, sólo por convivir, pero no se le mataba. Se le devolvía con los suyos para que contara lo atroces y sanguinarios que eran los vencedores. De eso se trataba: De permitir que la historia fuera narrada, porque lo que no se relata existe un poco menos, se olvida y muere con su protagonista. (En México, los medios masivos han venido a invertir esa tradición, y ahora el asesinato al narrador, digamos al periodista, se ha vuelto en sí mismo un funesto mensaje).

Pero tanto los poetas vikingos como los periodistas perseguidos comparten ese oficio que los distingue del resto: Saben narrar aunque sea torpemente. Eso significa que en el caos de una batalla en los hielos escandinavos o en una carretera tamaulipeca son capaces de encontrar ese hilo invisible que liga una decapitación con un romance y una traición.

Los que viven para contarlo tarde o temprano acaban de narradores. Si no, habrían elegido tranquilamente ser cualquier otra cosa. A la literatura, para su desgracia, sólo la escriben ellos, los que viven para el relato. De ahí que la narrativa del mundo haya sido secuestrada por sus narradores. Como lo que no se relata existe un poco menos, se crea una asimetría entre el mundo con historia y el resto de la realidad que acaso sirve sólo de escenario.

Tal asimetría ya la han denunciado historiadores, sociólogos y antropólogos desde hace décadas, y han tratado de compensarla buscando la visión de los vencidos, la microhistoria, el acento en las periferias de la civilización, ese tipo de cosas. Pero esas compensaciones apenas inciden en el curso del relato mainstream, que avasalla, que coloniza, que impone su gramática, que relega a un papel accesorio lo que no lleva la línea narrativa.

La literatura se ha enfocado desde siempre en la narrativa de las periferias, en lo extraordinario: La vida de los asesinos, de las prostitutas, de los delirantes, de los justicieros… y, no queriendo la cosa, de los escritores.

Asumimos que el destino es un artificio literario, una argucia de quienes viven para contarlo que genera la impresión de que todo este caos tiene un orden (por completo arbitrario, pero orden). Asesinos, prostitutas, delirantes y justicieros por regla general no se toman la molestia de hilvanar sus vidas, así que entran los narradores a tratar de encontrarles un destino, alguna implicación a la sucesión insensata de peripecias.

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Si las estadísticas de los oficios en la ficción urdida por estos autores fueran equiparables a la realidad, la humanidad estaría conformada básicamente por detectives, policías, asesinos, abogados, políticos corruptos, capos de la mafia, boxeadores, doctores (casi todos asesinos), mercenarios, putas, monjas, amas de casa… y escritores. Es anómalo: los narradores detentan el oficio más aburrido y aislante de todos, inexplicable para el número de veces que se adjudican el papel principal: como son los que tienen los dedos sobre el teclado, se dan sus aires de grandeza. No siempre fue así: en tiempos de Shakespeare, el escritor no atraía mayores atenciones. Eso viene del siglo XIX, cuando el relato en primera persona cobró auge, cuando los autores se volvieron éxitos de ventas, cuando la figura del genio empezó a proyectar su sombra sobre el resto de nosotros, los mortales.

Esa distribución poblacional literaria anómala, generosa en escritores, detectives y asesinos, si ocurriera en la vida real, ocasionaría a escala global una escasez notable de contadores públicos, dentistas, académicos, chóferes, carpinteros, plomeros, electricistas, arquitectos, campesinos, ingenieros y demás oficios menos épicos. Por ejemplo, nadie leería una novela sobre un pintor de fachadas, o sobre un vendedor de maquinaria pesada. La única condición para que cualquiera de ellos merezca que alguna narrativa gire alrededor de su persona es que además sea asesino en sus ratos libres, o que descubra al asesino. O que escriba.

El desproporcionado número de escritores-protagónicos obedece, a mi parecer, a tres causas. La primera es por cuestiones de comodidad: a quien escribe le es más fácil hablar de la vida que conoce bien, por más miserable y monótona que sea, que imaginar cómo diablos vive un controlador aéreo, por ejemplo. Qué pereza ir a investigar. El segundo motivo tiene que ver con la verosimilitud del relato: para narrar bien hay que saber hacerlo. Resulta difícil que un boxeador que apenas terminó la secundaria logre una voz interesante, inquisidora. Lo normal en esos casos es optar por la tercera persona, porque darle voz al inculto es resignarse a un narrador que no lo cree ni el sparring más vapuleado. Por supuesto, puede diseñársele una voz propia, pero eso requiere de talento literario y no todos los escritores lo tenemos. La tercera causa obedece a esa división humana que planteé al inicio: Si algo tienen en común esos hombres de acción que motivan las mejores historias (los policías, los asesinos, los asaltabancos, los políticos corruptos) es que no suelen ser de los que narran lo que viven. Son, más bien, de los que se limitan a existir, o debiera decir, a sobrevivir en su realidad de jungla. Pensemos en el sicario taciturno, de pocas palabras, inescrutable. Qué va andar contando su vida a los lectores. No se la cuenta ni a los esbirros que lo han capturado y lo torturan. Les cuenta, mal, lo que quieren oír, o de plano suplica: «Ya dispárame, pendejo».

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Las constelaciones del zodiaco son puntos luminosos en el cielo distribuidos al azar. Entre astros separados cientos o miles de años luz se trazan líneas imaginarias desde la perspectiva terrestre y a esa configuración aleatoria se le otorgan cualidades humanas que los ingenuos creen verdad científica. Pasa lo mismo con la narrativa: los eventos de nuestra biografía rara vez tienen más relación entre sí que haberle ocurrido a la misma persona; pero el escritor ve en esos hechos aislados las señales de un destino que ya se manifestaba. La construcción gramatical «Desde temprana edad X ya mostraba inclinación para…» suele ser tan falaz como acomodaticia. El hecho es que desde temprana edad el mismo sujeto mostraba inclinación hacia todo tipo de despropósitos. Que al final se decantara por uno u otro durante un tiempo, tiene poco que ver con las inclinaciones iniciales.

Pensemos en la vida de Arthur Rimbaud: poeta excepcional, amante enloquecido de Verlaine y otros poetas, que dejó de escribir antes de los 21 años de edad y que moriría 16 años después luego de viajar por el viejo mundo a pie, traficar armas y ser uno de los pioneros en el negocio del café. Pensemos en la vida de Friedrich Nietzsche, filósofo de prosa visionaria que los últimos diez años de su vida los pasaría enmudecido por una sífilis que se le fue al cerebro. ¿Desde dónde se cuenta la vida de estos hombres, dónde se detiene? ¿Por qué en ambos el núcleo está en su periodo «productivo?» «¿Por qué su periodo improductivo» sólo sirve de contraste reflexivo? La vida se concibe a partir de su valor de mercado: Este ser humano es valioso porque aportó esto, porque mató a aquellos, porque se acostó con estos otros. Una narrativa fundada en la presumible cúspide de los hechos de una persona, rinde poca justicia a lo humano.

En todo relato breve el escritor suele esconder hábilmente una serie de datos, deja que asomen aquí y allá, pero no demasiado. Al llegar al final del cuento, esos elementos ocultos conforman una nueva figura que cambia de sentido a la historia y provoca en el lector ese nocaut en los primeros rounds que Julio Cortázar proponía para los cuentos breves —en contraste con la narrativa más pausada de las novelas que más bien ganaban al lector por decisión de los jueces—.Pero eso es artificioso. Es, finalmente, un narrador que secciona la realidad en escenas, desecha las que no van a ninguna parte, y elige aquellas donde destaca lo dramático, lo significativo. Es un narrador secuestrando la realidad para experimentar con ella, desfigurarla, podarla, violarla.

Voto por una narrativa que deliberadamente decida ocultar el destino narrativo-productivo del protagonista y en cambio se enfoque en todo lo demás: lo patéticamente humano, lo inconducente, lo contradictorio, lo absurdo. Una narrativa sin narradores profesionales. Una narrativa sin destino. Una narrativa sin situaciones a modo. Una narrativa sin fines de entretenimiento, sino de proyección. Una narrativa que discurra a pesar de sí misma. Una narrativa que se parezca a la vida que se parece a la jungla o al bosque, y se aleje deliberadamente de los jardines y del orden estético.

No seré ni el primero ni el último en lanzar estos votos por una narrativa sin narradores. Desgraciadamente todos los que votamos estas cosas inanes somos narradores, porque a los del segundo grupo estas consideraciones les tienen sin cuidado. De hecho, ellos prefieren leer un relato bien armado, artificioso pero bien estructurado, como debe de ser. Para relatos extraviados ya tienen su propia vida, que desaparecerá con ellos. Para eso llevan escritores en sus expediciones bélicas.