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Lo primero que se debe destacar es que la hermanita escribía diferente de Claudia. Dejaba un espacio antes de colocar cualquier signo de puntuación. Sandy tenía una página web personal, llena de fotos de ella con sus amigos. En todas su belleza improbable hacía improbable la foto, incluso volvía impensable lo mal que estaban encuadradas. Te quise conocer, le dijo ella, y dejó ese espacio en blanco antes de colocar el punto y dar enter. También le explicó que Claudia estaba bien, y se río ja ja ja, con espacio entre cada ja, cuando él le contó que su hermana intentó prenderse fuego. Mi hermana no está cuerda, dijo ella. Tu hermana dice que eres genio. Eso dicen los baremos, sí, dijo ella. ¿Y eso cómo es? Aprendo idiomas muy rápido, resuelvo problemas matemáticos avanzados. Eso. Pero separas tu puntuación. Así se ve mejor, le dijo ella, imposible discutírselo. Qué idiomas hablas. Ella enlistó nueve o diez. Mi amigo, que siempre se consideró inteligente, supo que no podría corroborar el genio de la chica: no sabía más que inglés, no sabía matemáticas. Cómo saber que eso estaba en el idioma que ella le dijo, cómo saber si le estaba planteando una resolución apropiada a la ecuación compleja. La dejó hablar. Sus palabras eran cuidadas y su ortografía impecable salvo por la puntuación separada. Podría decirse que era una elección. Ella se definió como una joven solitaria, retraída, incomprendida. Por qué incomprendida, preguntó él. Porque estoy mal hecha, dijo. Tuve una pierna más corta que la otra. Ya me operaron, ya no se nota. Y también por otra cosa. Cuál, ¿ser genio? No, qué estoy obsesionada con el sexo, dijo ella. Él quiso parecer adulto y suponer que era una broma, tratar de averiguar a qué se refería. Ella no lo desmintió, simplemente le dijo: quiero chuparte la verga y que te vengas en mi boca.

¿Cómo se responde a eso?

Mi amigo consideraba el juego de chat como un video juego. Su interlocutora era la contrincante. Si conseguía que ella se mostrara interesada, él se daba puntos. Si ella le pedía conocerlo, más puntos. Si ella le mandaba fotos desnuda él había ganado.
Quiero que me mandes una foto de ti desnuda. Claro, y le envió una foto de ella, desnuda. Su piel blanquísima. Sus pezones apenas esbozados. Luego otras. Fotos de una menor de edad, desnuda. Podrían llevarlo a la cárcel por eso. Yo las vi por esas épocas. También pueden denunciarme. ¿Y bien? ¿Quieres coger conmigo? No, dijo él, es ilegal. No mames, dijo ella.

No era la primera vez que ella cogería con un hombre mayor, le explicó. Ya un profesor suyo, casado, había sido su amante. También confirmaba la versión de los tríos con su hermana. Es incesto, dijo él. Ya sé, qué tiene, también he cogido con mis otros hermanos.

El embarazo avanzaba al tiempo que el matrimonio se destruía. Las escenas de pleito en los horarios del taller, frente a todos, cada vez eran más frecuentes y penosas. Gritos. Insultos que no se dicen dos personas civilizadas que van a tener un hijo. Seguía un silencio disonante, una carcajada de mi amigo, luego como si nada hubiera pasado. Un día, su mujer le dejó una nota: se había ido con su mamá, no pensaba volver. Antes de salir a buscarla, mi amigo se conectó para decirle a su nueva conquista adolescente que sí quería coger con ella. Como respuesta, ella le presentó a Gracie. Es mi novia, dijo Sandy. Gracie lo agregó. Quiero que cojamos los tres. Tú, mi novia y yo. Gracie tenía diecisiete años. Era rubia. Improbablemente hermosa. Está bien, dijo mi amigo, obnubilado. Chateando en una ventana con una y en la otra con la otra. Se verían en dos días. Él me presumió: mira lo que voy a comerme, me dijo. Y me mostró las fotos de Gracie. Espera, le dije, ella no es. Googleé un poco y le mostré a la modelo verdadera. Esas fotos no son de Gracie. Ella es una actriz. Se llama Evan Rachel Wood. Salió en una película que se llama A los 13, yo la vi. En efecto era la misma. Te están estafando, le dije.

Ese episodio me provocó repulsión por mi amigo: dejaba que su matrimonio se destruyera, para él construirse castillos en el aire con chicas adolescentes que, además, no eran ciertas. Eso, y las exigencias de la revista donde ahora yo trabajaba, me fueron alejando del taller. Y la novela que yo acababa de terminar de escribir apestaba. Le perdí la pista varios meses. Cuando volví a verlo ya era papá de la bebé y casi nunca la veía. Me la mostró en una foto, como quien muestra la estampita de una santa. Además debía pasar a la madre de la niña una considerable cuota de manutención. Presencié una conversación telefónica entre ellos. Insultos. Él perdió su enorme departamento en la del Valle, ahora ocupaba un cuarto de azotea en el que se la pasaba embriagándose con alcohol en oferta.

Lo que me contó esa vez me ha llevado a escribir, ocho años después, esta conferencia. Me habló de la muerte de la novela. Un concepto que iniciando el siglo veintiuno me sonó muy años setenta. Pero que esta vez sí iba en serio. Una muerte sin fin, dijo, nada que ver con Gorostiza. Llevaba meses intentando escribir esa historia, infructuosamente. Leí algunas páginas. Es imposible escribirla, me dijo. Entiendo que él quiso apegarse a la realidad, a transcribir los diálogos tal como aparecían en la computadora. Transcribir es por evitar un anglicismo: copy-paste. Pero los diálogos textuales que, mientras los leyó por primera vez, mientras surgían en la ventanita virtual, poseían vida propia, ahora, transvasados a la frialdad del procesador de palabras, eran acartonados, ficticios.

Además, estaba el problema del otro. La persona que estuvo al otro lado de la línea. Al menos hubo alguien real, me dijo, y fue al taller, tú lo conociste. En efecto, un día llevó a un nuevo integrante, que únicamente fue dos veces. Lo recuerdo borroso. Un poco calvo. La imagen que tengo de él es saludando a su mujer con respeto, incluso diría, con ceremonia: no siempre se saluda a una mujer en estado de embarazo avanzado. Nunca leímos ni un capítulo de su novela. Nunca volvió. La razón por la que ese sujeto fue ahí es porque él las conocía: ellas lo habían recomendado para que fuera a ese taller. Y eso no es todo, me dijo en un tono de voz confidente, como si pudiera ser espiado en esa azotea, él fue el que me dio las primeras pistas para resolver el embrollo. Y exclamó: esto es en realidad una trama de detectives.

El hombre que fue a casa de mi amigo y saludó con respeto y ceremonia a su mujer, llamémosle Jorge, conoció a las chicas cuando él tenía unos veinte años y Sandy tendría ocho o nueve. Tenía un pequeño carrito de videos en uno de los pasillos de Galerías Insurgentes y en un televisor proyectaba las películas. Un día miró a dos niñas viendo la cinta. Se quedaron hasta que terminó y se fueron. A los pocos días volvieron, miraron otra película completa y se fueron. Al final se hizo su amigo: eran Sandy y Gracie, estudiantes de una escuela para niños especiales en Adolfo Prieto que ya no existe. Los papás pasaban tarde por las niñas. Un día dejaron a Sandy. Él se la llevó a casa cuando tuvo que recoger el negocio y ahí Claudia pasó por ella. Claudia, entonces de dieciocho, y él, se hicieron amigos. Anduvieron luego un tiempo. Nada serio. Un par de datos relevantes: Claudia amaba a Sandy en exceso. La madre de Sandy la despreciaba: por eso no se molestaba en pasar por ella. Jorge dejó a Claudia porque había cosas en las que no quiso meterse. Es una familia muy loca, le dijo.

Luego me detalló las dificultades del narrador que se desdobla en varios puntos de vista, y cómo ello implica versiones que deben ser coherentes aunque sean contradictorias. Como ejemplo, tras la aparición de Jorge en el taller, Sandy abundó en la locura de su propia familia. Confesó que la relación incestuosa que tenía con su hermana, en realidad era un poco peor. La familia de Claudia y Sandy se componía de otros cuatro hermanos más: dos hombres y dos mujeres. Mucho dinero. Negocios inmobiliarios. Casas de bolsa. Tanto el padre como la madre tenían amantes y los llevaban a casa sin pudor alguno. Pero había más, y Sandy se tardó días en confesarlo; aunque finalmente lo hizo, me dijo mi amigo como un triunfo. Sopesó sus palabras, dio un trago a su cerveza. Con la espuma en los bigotes, dijo: orgías. Los padres con sus hijos. Un exceso.

Se me quedó viendo, esperando a que yo dijera algo. Pero qué podía decirle.
De ahí me habló de las dinastías egipcias: linajes podridos por el incesto reiterado. De los arquetipos del fuego en relación al erotismo. De cómo los genios son anomalías genéticas, mutaciones.

Me dijo que una madrugada, mientras su mujer daba leche a la niña, todos sus horarios volteados, lo supo. Estaba claro. El incesto. El fuego. El padre pervertido. El odio de la madre. El amor de la hermana. Claudia y Sandy no eran hermanas. Eran madre e hija. Sandy sería hija de su propio abuelo.

Al día siguiente, la joven se limitó a decir, melancólica: tal vez, es algo que ya había pensado, pero no he querido saberlo. Y yo imagino que habrá dejado un espacio antes de poner punto.

La esposa descubrió la computadora, los archivos, las fotos, y lo corrió del departamento en la Del Valle, amenazándolo con demandarlo por corrupción de menores. Mi amigo logró entrar a hurtadillas a su ex depa —aún tenía las llaves— y copió las conversaciones en un usb.

Desde entonces intentó escribir eso en una novela.

Pude leer el manuscrito: hace tres años me lo dio porque confía en mi criterio literario, dijo. Yo me reí.

Había perdido su trabajo en el Fonca, debía dos rentas, y esperaba que su novela le hiciera ganar el premio Alfaguara. Había adelgazado, se le veía avejentado, su niña había crecido en las fotos. Una copia de A los 13 descansaba, ignoro si por accidente, encima de su reproductor de DVD. Me llevé el texto a casa, doscientas trece páginas en tipografía Arial, doce puntos, doble espacio. Lo leí en un fin de semana. Es probable que en este relato apresurado haya yo plagiado frases íntegras. Cambió su nombre, el de su mujer, omitió el detalle del embarazo, me menciona un par de veces, y me sentí una caricatura. Tiene buenos momentos, pero en general no sirve. La realidad virtual a lo mucho da una narrativa de lo virtual. Lo narrado, que en sí no ocurre más que en el espacio de lo narrado, si se remite a lo virtual, no ocurre del todo. Página tras página sentí que en esa historia de incestos y ninfómanas adolescentes no pasaba nada, porque nada en realidad —comillas a “realidad”— había pasado.

Cada día vivimos menos y virtualizamos más. Escribir del mundo virtual es como redactar la novela de alguien que lee una novela sobre alguien que lee una novela. Pueden hacerse interesantes juegos de realidades alternas y escenarios múltiples, pero no pasa de divertimento. La novela, que suele definirse como lo más parecido a la vida en un entorno literario, y que aún no deja de ser una imitación de la vida, se vuelve la tercera instancia, cuando la vida misma es una imitación de lo que alguna vez llamamos vida.
En fin. Al final de la novela narra que un año después Sandy volvió a aparecerse en su messenger y charlaron. Le confesó que no tenía los dieciséis años que ya debería sino veintinueve. Que Claudia no existe, como tampoco Gracie. Que su padres no eran maniáticos sexuales. En cambio, sí aseguró ser la de las fotos de Claudia. Mi amigo ya no le creyó, pidió conocerla. Ella ya no quiso. No me apena hacerles el spoiler del libro: en el último párrafo, mi amigo sospecha que el autor de esa trama ni siquiera se trataba de “ella”, sino que era el tipo que fue a su casa y que yo conocí. Le dedica sus respetos, lo celebra.

Le devolví el manuscrito con mis correcciones. Le elaboré una crítica vagamente elogiosa. Me miró con agradecimiento y reiteró su concepto de mí como alguien con buen criterio editorial, en seguida me dijo que ya no pensaba darlo a publicación. No pude estar más de acuerdo con él.

—27 octubre 2011