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Toda narrativa es artificial. Es preciso prescindir de ella. No solo en los escritos. La narrativa deforma la vida. Es preciso erradicarla. La narrativa como esa enfermedad mental, subproducto de la exposición a las lecturas, al teatro y al cine convencionales. La narrativa como la creencia en un destino, en una épica. El destino como el objetivo central de la narrativa. Desprenderse de ello. Vivir al margen de todo camino trazado de antemano. Fluir. Algo parecido. Soportar la mayor cantidad de caos en la vida, sin buscar sentido. Experimentar de forma perenne la sensación de que todo es puerta, todo es abismo y ninguna puerta y ningún abismo conducen a otra cosa más que a otras puertas, otros abismos, infinitamente. No esperar narrativa en nada: dejar que las cosas pasen de uno y se queden por accidente, o por adherencia. Todo es accidente. El yo es accidental. Uno mismo no es. El yo que amanece es distinto al que se va a la cama. La misma cama donde uno despertó en la mañana es persistencia escenográfica. Decir yo es mentir. Decir tú es demasiada esperanza. Yo solo es. Soy no es fue. Soy es lo que pasa por aquí, sombríamente, por ahora. Tú es eso que me mira fijamente. Y este abrazo es un deslizamiento. Y esto que se siente es ficción, una narrativa, de algo que podría ser, es, y se paladea la historia, su perfume a lo que podría pasar, a los mecanismos que nos mueven, a guión preestructurado, a rechazo de puertas y de abismos. Tú es eso que me besa: una puerta y un abismo cada vez, otra vez, hacia dónde.